Eduardo Grenier/Del Muro de Facebook

Lloró como lloran los campeones sus derrotas. Llanto de rabia y denuedo. Hundido en el quebranto de saber su gloria amputada, Kevin Mayer arrastró su impotencia ante miles de miradas compasivas y desistió.

Iba primero. Mandaba con una holgura digna de su prosapia atlética y ni Warner, ni Víctor, ni ninguno de los versátiles contendientes al segundo puesto constituía una sombra amenazante. La cima iba tallando de a poco el nombre del elegido.

Pero cuando caminaba solitario a su trono, comenzó a sentir pinchazos en sus piernas. Disparos del destino, supuso. Ni siquiera los enemigos alcanzaron a hacer diana. Era, en efecto, el macabro destino. Intentó seguir, arrastrarse y llegar a la meta preñado de fango, pero los huesos dejaron de responder las órdenes del cerebro.

Como Aquiles agujereado por el arco del neófito Paris, Mayer debió entregar su legado en manos de oponentes inferiores. No es el campeón del mundo, dicen hoy todos los cintillos de la gran prensa deportiva. ¿No es el campeón del mundo? La medalla tácita que cuelga de su cuello es el resorte a Tokyo y sepan, si aún quedan dudas, que pocos encaramados al pico alto del podio tienen en Doha la madera de los ganadores de aquel francés que apagó el dolor entre lágrimas.