Por: Dubler Velázquez Colomé/ Mi esquina caliente

Pocas cosas van quedando en esta vida más complicadas que ser director de béisbol en Cuba. Rodeado de miles de fanáticos en las gradas y conviviendo cada día durante meses con una treintena de jugadores, frecuentemente el mánager se siente solo.

Un mentor con el que en un tiempo solía conversar bastante, me confesó que en las noches, mientras los demás dormían, el insomnio lo esclavizaba a los balcones de los hoteles de paso y no pocas veces la madrugada lo encontraba perdido por completo en el laberinto de decisiones y resortes ocultos que hacían las victorias tan esquivas para sus muchachos.

Porque el hombre que acepta el timón de un equipo de pelota en esta Isla de dos costuras, sabe que la tormenta será el estado normal de las cosas, hasta que ancle en puerto seguro o haga trizas el barco contra los riscos de la eliminación. No hay términos medios, la apuesta es a todo o nada, y el valiente que asume tamaña responsabilidad lo hace aun sabiendo que si no se encarama en un podio al final del Campeonato, los más probable es que en cada esquina le salte al cuello un fanático armado de los cuchillos de la tozudez y la ignorancia, o bien de la sabiduría popular y la mera lógica.

Y es que el mánager de béisbol se lanza a su particular aventura conociéndose padre sempiterno de las derrotas y fracasado mendigo del reconocimiento popular en las victorias. El director del conjunto local sabe que tiene en sus manos a los protagonistas del único espectáculo verdaderamente masivo que todavía despierta la pasión popular en cada una de las 15 provincias cubanas.

Por si no bastara, el mánager no es solo un hombre de béisbol con cierto prestigio y conocimiento del deporte: está obligado a ser además un poco psicólogo y pedagogo, consejero matrimonial y hasta padre o hermano emergente. Tiene que ser un hombre abierto a la ciencia, a lo nuevo que dinamiza el mundo del béisbol, y todo eso tras haberse graduado con nota sobresaliente en la escuela de la vida, esa que enseña a imponerse sobre egos a veces desmedidos, caracteres diversos y sensibilidades varias.

Y por supuesto, los hay de todo tipo. Algunos asumen la tarea como lo haría un sargento al que le encomendaran un grupo de reclutas inexpertos, y por lo general fracasan; mientras otros intentan lo contrario, disfrazados de abuelos entrañables, excesivamente permisivos… y también naufragan.

A medio camino entre ambos extremos están los mejores. Los que ponen en equilibrio la autoridad, el orden y el compromiso, con la inteligencia emocional, la sensibilidad y la comprensión. Por desgracia son estos los más difíciles de encontrar.

En mis 12 años de labor profesional, he tenido experiencias de todo tipo. Conocí a un ícono del béisbol cubano, elevado por el fervor del pueblo a la categoría de héroe, que sin embargo jamás pudo ganarse el pleno respeto de sus discípulos y unos años después tomó rumbo norte para no regresar. Y otra tarde me encontré con uno de los mejores bateadores de la historia de este país, un tipo de sonrisa fácil y mirada dócil ante las cámaras, transfigurado en un ser maleducado y con un sospechoso olor a bebida barata apenas 10 minutos después de concluir un juego.

Pero también he conversado una tarde entera, hasta el anochecer y de temas disímiles, con alguno de ellos. Y he visto a otros, que levantan la antipatía popular solo por el color de su camiseta, comportarse de manera ejemplar y luego ser capaces de guiar a su nave hasta la conquista de un Campeonato.

Imposible olvidar aquella ocasión en que uno de los más respetados mentores del país perdió una inmejorable ocasión de hacer silencio. Yo era un periodista recién graduado y tenía mis propias ideas. Pensaba entonces que el béisbol cubano debía enviar a sus peloteros a jugar en otras Ligas del mundo, para que se elevara su nivel y lo trasladaran luego a la Serie Nacional y al Equipo Cuba.

Aquel señor alcanzó a escuchar mis opiniones y no descansó hasta abochornarme delante del auditorio de técnicos y funcionarios del deporte que estaba presente. “Parece mentira que tú seas periodista, con esos problemas ideológicos”. Menos de una década después, ese mismo señor ganó un Campeonato valiéndose de peloteros que juegan ahora mismo en Ligas profesionales y que regresaron al torneo doméstico para dar lo mejor de sí por los colores de su provincia.

Porque si hay un tema peliagudo, ese es la relación de los directores de equipo con la prensa. O para decirlo con mayor propiedad, porque es una relación bastante personalizada, sus vínculos con nosotros, los periodistas del béisbol.

No son pocos los ejemplos de mentores cercanos a los profesionales de la palabra, muchos de ellos abiertos al diálogo y dispuestos al debate. Pero tampoco faltan los totalmente cerrados a cualquier sugerencia o crítica, los bravucones e, incluso, los que han llegado a la agresión física contra algún colega nuestro.

Una noche de mi época de universitario, hace muchos años, me encontré con el director más ganador de aquel momento. Quizás por la inmadurez propia de la juventud, le espeté todo lo que pensaba de él, o sea, lo mismo que se comentaba día tras día en los graderíos del estadio donde jugaba su equipo: que no era realmente un gran director y que si ganaba tanto era solo por el excelente grupo de peloteros que tenía bajo su mando.

Al paso de los años, creo que ha sido la única vez que me mostré irrespetuoso con un hombre de béisbol, aunque no falta quien al conocer la anécdota insiste en que me quedé realmente corto, teniendo en cuenta su pésima gestión de más de una década en un puesto de mucha mayor responsabilidad.

Poner el respeto por encima de cualquier diferencia me parece clave en la relación mentor-prensa. Porque ciertamente acercar posturas en torno a la pelota es casi una utopía, y reconocer que nos equivocamos en algún momento de nuestras carreras, a veces de manera bastante habitual, es sumamente difícil.

Si de un lado se esgrime la libertad de expresión y la obligación profesional de informar y opinar, del otro se utiliza el eterno argumento de que se habla o se escribe sin conocer todos los detalles de lo que ocurre en ese microcosmos que es un dogout de béisbol. Y lo cierto es que la razón juega en ambos bandos y que la única manera de atenuar el conflicto es apelando al respeto.

Por eso es tan lamentable que se irrespete el trabajo de un periodista, en algunos casos con plenos conocimientos del deporte y décadas de impecable labor, como que se ataque a un mentor de manera pública, absolutamente injustificada, solo porque nos habría gustado que tomara la decisión que creíamos más acertada.

Ahora mismo, en Las Tunas, tenemos a un director que se equivocó en grande durante su primera experiencia, pero que ha tenido la valentía de regresar a tomar decisiones y exponer su trabajo ante miles de personas que lo escrutan desde los graderíos del “Mella” o bien pegados a la Radio.

Hasta el momento su gestión no puede ser mejor y el equipo se ve listo para pelear de veras en la presente temporada. Todo ello a pesar de que el error es consustancial a su trabajo y a que en cada choque una multitud de mentores de grada habría tomado caminos distintos ante cada situación de juego.

Mientras usted lee estas líneas, Pablo Alberto Civil intenta desentrañar su propio laberinto, tal y como lo hicieron antes Ermidelio Urrutia, Juan Miguel Gordo, Ángel Sosa, Rolando Ponce de León o Reynaldo Sabido, entre muchos otros. A cada uno de ellos le debe algo el béisbol tunero y no hay mejor manera de saldar esa deuda que contribuyendo a hacer más fácil su labor.